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miércoles, 2 de noviembre de 2016

Adelante la Fe


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El milagro de la transubstanciación

01/11/16 por Germán Mazuelo-Leytón

Cada vez que el sacerdote católico celebra el Santo Sacrificio de la Misa, ve la Sangre de Jesús en el cáliz y acaricia su verdadero Cuerpo, y esto no es suposición, ya que es dogma de fe que tras la pronunciación de las palabras de la consagración el pan que está sobre el altar y que el sacerdote lo ve y lo toca se convierte en verdadero Cuerpo de Jesús, nada de suposiciones, sino absoluta certeza.

Al pronunciar el sacerdote las palabras de la consagración, tiene lugar la misteriosa transubstanciación.
En la Eucaristía se hallan verdadera, real y sustancialmente presentes el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo (de fe divina expresamente definida).
Desde los orígenes mismos de la Iglesia, se dieron doctrinas heréticas opuestas a esa verdad de fe. Partiendo del supuesto de que Cristo tuvo tan sólo un cuerpo aparente, los docetas y las sectas gnósticomaniqueas negaron la presencia real del Cuerpo y Sangre de Cristo en la eucaristía.
Berengario de Tours (+ 1088) negó la transubstanciación del pan y el vino e igualmente la presencia real de Cristo, considerando únicamente la eucaristía como un símbolo (figura, similitudo) del Cuerpo y la Sangre de Cristo glorificado en el cielo.
Frente a la doctrina católica de la transubstanciación o sea la conversión total, Lutero la negó, admitiendo la coexistencia de la sustancia del pan y del Cuerpo de Cristo (consustanciación). Bajo la impresión de las palabras de la institución, mantuvo la presencia real, pero limitándola al tiempo que dura la celebración de la Cena (in usu). Explicó la posibilidad de la presencia real del Cuerpo y Sangre de Cristo basándose en una doctrina insostenible acerca de la ubicuidad de la naturaleza humana de Cristo, según la cual dicha naturaleza humana, por su unión hipostática, sería también partícipe real de la omnipresencia divina. Una presencia moral como dice Su Eminencia el Cardenal Burke.
Zwinglio y otros negaron la presencia real, declarando que el pan y el vino eran meros símbolos y la Cena una conmemoración de nuestra redención por la muerte del Señor y una confesión de fe por parte de la comunidad.
El término transubstanciación (latín «trans» = al otro lado, «substantia» = sustancia; o sea, paso de una sustancia a otra), apareció en la literatura teológica durante la controversia de la herejía berengariana (s. XI a XII), acogido inmediatamente en los documentos del Magisterio eclesiástico se convirtió muy pronto en la piedra de toque de la ortodoxia, como había sido el «Homousius» en Nicea y la «Teotocos» en Éfeso.[1]
Su contenido real lo precisa el Concilio Tridentino al definirla:
«Admirable y singular conversión de toda la sustancia del pan en el Cuerpo y de toda la sustancia del vino en la Sangre de Cristo quedando inmutables las apariencias externas» (DB, 884).
Frente a la doctrina luterana de la consubstanciación y demás herejías de los reformadores, van dirigidas las definiciones dogmáticas de las sesiones 13.ª, 21.ª y 22.ª del Concilio de Trento.
La transubstanciación se contiene implícitamente en las palabras con que Cristo instituyó este sacramento. La doctrina de la consustanciación no es compatible con el tenor literal de las palabras de la institución del sacramento. Para serlo, tendría que haber dicho Jesucristo: «Aquí (en este pan) está mi cuerpo».[2]
En el lenguaje eclesiástico sustancia se define como lo que por su naturaleza puede existir en sí mismo y no exige un sujeto de inhesión para existir. Se opone al accidente, que no puede existir naturalmente sino en un sujeto que lo sustente, lo que existe es sustancia o accidente. Conviene distinguir la sustancia creada, que es la que acabamos de definir, de la sustancia increada (Dios), la cual no sólo es en sí y por sí, sino también de sí. La sustancia no es objeto de los sentidos, como los accidentes, sino del entendimiento, aunque no por esto es menos real que ellos.
La doctrina católica defiende la realidad de la sustancia, distinta realmente de sus accidentes, y, basada en este principio, explica el misterio de la transubstanciación, por el cual la sustancia del pan y del vino se convierte en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor, permaneciendo intactos los accidentes o especies de ambos elementos consagrados.[3]
Toda y sola la sustancia del pan y del vino se convierte en toda y sola la sustancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Del pan y del vino no quedan más que todos y solos los accidentes.
La conversión del pan y vino en Cuerpo y Sangre del Señor, es un milagro comprobado por la fe, es Jesús aunque de una forma material con su Cuerpo, con su Sangre, su doctrina, su santidad, su amor al hombre.
«La consagración de la materia de este sacramento es una milagrosa conversión de la sustancia, que sólo Dios puede realizar. De ahí que el ministro no tenga otra acción, al confeccionarlo, más que la de proferir palabras»[4]
Un sacerdote me escribía: acá no hay que andar por las ramas, el milagro es tan patente que queda uno hipnotizado al comprobar la transubstanciación, es decir la transformación del vino y agua en Sangre del Señor, y la transformación del pan en Cuerpo de Cristo.(...)

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