Una Casa de religiosos de la Compañía de Jesús... Llaman telefónicamente desde la Prisión Militar en la noche del 5 de diciembre de... hace pocos años.
–Padre, ¿podrá usted acudir?
–¿Es urgente?
–Sí, Padre. Venga en seguida...
Llegó a la prisión. Un oficial de la guardia exterior me
acompaña hasta una habitación poco iluminada. Entro, y veo al sentenciado, que
aparece abatido y hunde el rostro en el pecho. Levanta tristemente la mirada
hacia mí y hace un gesto significativo de que no le soy grato.
Le saludo; corresponde fríamente y exclama: “No necesito sus
servicios”.
–¿Quiere que le acompañe en esta hora difícil?
–No, gracias; déjeme en paz. No me amargue lo poco que me
queda de vida.
–¿De dónde es usted?
–De Zaragoza.
–¿Tiene usted familia en la ciudad?
–Sí, señor.
–¿Puedo servirle a usted para transmitir sus últimos deseos?
–He dicho a usted que me deje tranquilo. ¡Váyase!
–¿No necesita nada?
–Por medio de usted, no.
–Yo quisiera ayudarle en este amargo trance, con la
esperanza de una vida que no muere...
–¡Déjese de cuentos!
Hubo una breve pausa.
–¿Tiene usted madre?
–Sí, señor.
–¿Quiere usted algún recuerdo especial para ella?
–¡Bastante pena ha de tener cuando sepa mi muerte!...
Quedó pensativo. El tiempo avanzaba.
–Faltan unos minutos –le dijo–. Vamos a ganar el cielo...
Pidámoselo a Dios... ¿Sabe usted alguna oración?... ¿El Padrenuestro?
–No, señor. Jamás me preocupé de eso.
–No importa. Podemos decirlo ahora los dos juntos.
–¡No insista! Quiero que me deje en paz ya.
–Ánimo, amigo mío. En un minuto nada más ganamos el cielo...
¿No sabe usted rezar nada? ¿No le enseñó su buena madre ni siquiera el
Avemaría?...
Aquel hombre, hasta entonces abatido y hosco, levanta su
cabeza, me mira de frente, desfrunce el ceño y, en tono natural y casi
amistoso, me dice:
–El Avemaría, sí...
–¿Ah, sí? –exclamo ansioso, vislumbrando el faro de
salvación.
–Mire usted: tenía yo unos catorce años, y hasta esa fecha
había vivido con mi madre, que es muy buena.. Pero deseoso de libertad, y
empujado por mis amistades, quise apartarme de la autoridad de mi madre y
correr por el mundo. Y decidí marcharme de casa... Al decírselo a mi madre le
causé un gran dolor, y el día de la partida echó, llorando, sus brazos a mi
cuello; me llenó de besos la cara, y me dijo: “Hijo mío, puesto que no desistes
de tu idea y te vas, te voy a pedir el último favor: quiero que me hagas una
promesa. ¿Serías capaz de negársela a tu madre?”.
–No, madre; dime qué es lo que quieres (y para apresurar la
despedida, añadí): Te juro que cumpliré la promesa.
–Pues lo que te pido, hijo mío, es que me prometas rezar a
la Virgen todos los días tres Avemarías.
–Te lo prometo, dije. Y me fui...
Otro corto silencio. Luego continuó:
–He viajado mucho. Mi vida fue azarosa... No obstante,
Padre, he cumplido todos los días la promesa que hice a mi madre.
–¿Es posible? –le pregunté, conmovido.
–Sí, señor; ayer, en la cárcel, y esta misma noche, recé las
tres Avemarías.
Y transformado por este bendito recuerdo mi interlocutor, y
animado el acento de su voz, a la vez que asomaba a su rostro una leve sonrisa,
agregó:
–Padre, yo no sé qué íntimo alborozo siento en estos
instantes... Yo noto algo tan extraño en mi interior, que pienso que la Virgen
me quiere salvar... ¡Padre, ayúdeme; confiéseme!...
Unas lágrimas brotan de sus ojos... Y de sus labios van
saliendo estas palabras: “Creo en Dios...”. “Pésame, Señor, de haberos
ofendido...”.
–¿Quiere usted recibir la Sagrada Comunión por Viático?
–Pero, ¿podré, Padre?...
Sobre mis rodillas extendí el corporal, saqué la
cajita–copón... Lloraba él, y yo no podía contener mi emoción.
Ecce Agnus Dei... “He aquí el Cordero de Dios, que quita los
pecados del mundo...”. Y le dije:
–Diga usted conmigo: “Señor, no soy digno de que entréis en
mi pobre morada...”. Y terminé diciendo: “El Viático del Cuerpo de Nuestro
Señor Jesucristo te defienda del maligno enemigo y te lleve a la vida eterna.
Amén.”
Sobre los corporales cayeron lágrimas del penitente; y los
centinelas se estremecieron ante la escena...
La llegada de un refuerzo de la guardia nos advirtió lo
inminente del terrible desenlace.
Rogué a mi confesado que dijese: Señor y Dios mío, acepto
con ánimo conforme la muerte que me enviéis, con todas sus penas y dolores.”
Dicho esto se puso en pie y, levantando la cabeza, dijo:
“Padre, vamos; ya estoy dispuesto...”
Y comenzamos a caminar hacia el lugar de la ejecución.
Seguidamente me tomó el crucifijo, y ante el mismo me hizo
las últimas confidencias y encargos:
–Padre, escriba a mi esposa diciendo que me despido de ella,
pidiéndole con toda mi alma que me perdone lo mucho que la hice sufrir en la
vida... A mis hijos, que son aún pequeños, incúlqueles que no sean como el
padre, que no sigan sus ejemplos; que sean fieles cristianos y buenos siempre
con su madre, sin abandonarla nunca... Y, por último, Padre –estábamos llegando
al sitio en que la sentencia había de ser ejecutada–, me ha dicho usted si
quiero algo para mi madre. ¡Sí, desde luego! A mi buenísima madre no deje de
decirle que le agradezco inmensamente que me hubiera hecho prometerle, al
separarme de su lado, rezar a la Virgen todos los días las tres Avemarías; y
que ahora su hijo muere con el íntimo consuelo de sentir que la Virgen le salva
y lleva al cielo.
–Le prometo hacer cuanto me ha encomendado... Y bese el
crucifijo y diga: “Jesús, ten misericordia de mí”... “Sagrado Corazón de Jesús,
en Vos confío”... “maría, Madre mía, sálvame”...
Se oyeron unos disparos de fusil...; se desplomó su cuerpo,
y... el manto de la Madre celestial lo cobijó... Eran las primeras horas del
día 6 de diciembre, antevíspera de la Inmaculada.
https://www.santisimavirgen.com.ar/
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