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Las veinticuatro horas de la Pasión

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Por RORATE CÆLI -23/11/2014


viernes, 13 de junio de 2014

La Realeza de Cristo y su referencia como autoridad – Por Mons. Gustavo Podestá


 
¿Cuál será la figura de rey que debemos adorar en Cristo?
  Ninguna concreción terrena de la realeza nos servirá adecuadamente para dar la noción exacta de la reyecía de Jesús. Como ningún concepto humano podrá nunca expresar las realidades pertenecientes al ámbito de la divinidad. “Mi reino no es de este mundo”, dijo Cristo frente a Pilatos. No proviene de este mundo; no es como los de este mundo; no tiene su origen en este mundo.

  Pero, aún así, ciertos rasgos de la concepción católica del gobierno de los hombres y de la autoridad podrían servirnos para delinear la figura de Cristo Rey.

  La autoridad bien entendida. No la autoridad despótica, la que gobierna según su propio arbitrio o, peor, según el arbitrio de la masas. No la autoridad que trata a sus súbditos como siervos –siervos de su látigo o de sus gendarmes, siervos de sus propagandas o de sus panes y circo-. No la autoridad demagógica o politiquera. No la que, para congraciarse con sus electores, da rienda suelta a cualquier libertinaje o no sabe mantener con energía una línea de conducta. No la autoridad que, para sostener una falsa paz o no enfrentar problemas, abdica de su honor innoblemente y, para llenar los estómagos, vacía los corazones y hace bajar las frentes.

  Sino la autoridad entendida como en los tiempos de Carlomagno y San Luis Rey, San Fernando y San Wenceslao, San Enrique Emperador e Isabel la Católica. Autoridad subordinada a la de Dios, autoridad que es servicio, autoridad que es ejemplo, autoridad que es justicia, autoridad que es prenda de paz y de equidad.

  Sublime servicio el de la autoridad así entendida: guiarnos paternalmente por las buenas – también por las malas cuando es necesario- hacia el bien común. Buscando el bien de todos y el bien de cada uno. No solo el bienestar material –que ningún gobernante en serio puede reducirse a empresario de economía- sino el bien moral y espiritual de los suyos.

  Y es por eso que legisla no caprichosamente, sino según la ley del buen Dios. Por eso manda y ordena, de modo que ningún egoísmo privado perjudique el bien de todos ni la dirección única del destino de la Nación. Para eso juzga y castiga, así la maldad de los hombres no se desboque como las células del cáncer y corrompa la armonía social. Para eso educa y guía, señala y corrige, compele y defiende, suple cuando es necesario la debilidad o impotencia de los miembros.

  Porque ninguna autoridad tiene otra función que la de aunar, según Dios, las partes dispersas de la sociedad para que, organizadamente, el bien del uno repercuta en el bien de los demás y todos unidos creemos las condiciones necesarias para que cada uno se realice como hombre y se encamine finalmente, de la mejor manera posible, a sus destinos eternos.

  Así procediendo, los que ejercen la autoridad cumplen uno de los servicios más grandes que pueda ningún hombre prestar a sus hermanos. Servicio exigido naturalmente para la recta marcha de cualquier sociedad y, por eso mismo, querido y exigido por Dios.

  Es en ese sentido que la Iglesia ha defendido siempre que la autoridad viene Dios. El servicio de la autoridad no depende de la voluntad de los hombres. No son los gobernados los que delegan su autoridad en los gobiernos -como afirma el disparate roussoniano legalizado por la Revolución Francesa-, cuanto mucho ‘designan' a aquel o aquellos que detentarán la autoridad. Pero la autoridad en si misma proviene del mismo Dios y no se legaliza por su origen democrático o no, sino por su recto ejercicio.

  Autoridad, por tanto, subordinada a la autoridad suprema del Creador de la sociedad y que debe ejercerse en dependencia del supremo legislador.

  Que la autoridad provenga de Dios no quiere ni quiso nunca decir que fuera por eso capaz de hacer y mandar lo que quisiera, sino, muy por el contario, que debía ser utilizada según los dictados de Dios y en respeto a su Ley. Ningún tirano, ninguna mayoría, ningún voto unánime, tienen derecho para legislar en contra de la ley de Dios. Suprema ley; divina ley; ley no arbitraria; ley promulgada para nuestro bien por el más sabio y bueno de los legisladores. ¿Cómo no va a ser el seguirla la única garantía de auténtica paz y felicidad de los pueblos?

  De allí que la prosperidad y paz de las naciones no se logrará jamás en las componendas de los políticos ni en el vaniloquio de los congresos y cámaras de diputados, ni en los tratados diplomáticos, ni en los hipócritas corredores de la ONU. La única posibilidad de auténtica paz –paz humana, no la paz del campo de concentración, la de los esclavos, no la del imbécil que ha reducido su horizonte al alcance de sus instintos y de la televisión, no la del equilibrio de las armas; sino de la verdadera y auténtica paz- solo ha de encontrarse en el reinado de Cristo, en la aceptación de su Ley, en el respeto a sus mandamientos.

  Seamos nosotros, católicos bien conscientes de ello, en momentos en que nuestro destino se cocina con los artilugios de la politiquería en las antesalas de mitos trasnochados. Ninguna solución política transitará los caminos de la plena realización nacional fuera del reconocimiento absoluto y total de la doctrina de la Iglesia y de la realeza social de Cristo.

  A sostener este nuestro único Caudillo, nos llama hoy la Iglesia, a nuestra conciencia de cristianos y de argentinos.

Mons- Gustavo Podestá 26/11/1972


               Visto en:   Nacionalismo Católico San Juan Bautista

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