¿Cuál será la figura de
rey que debemos adorar en Cristo?
Ninguna concreción
terrena de la realeza nos servirá adecuadamente para dar la noción exacta de la
reyecía de Jesús. Como ningún concepto humano podrá nunca expresar las
realidades pertenecientes al ámbito de la divinidad. “Mi reino no es de
este mundo”, dijo Cristo frente a Pilatos. No proviene de este mundo; no es
como los de este mundo; no tiene su origen en este mundo.
Pero, aún así, ciertos
rasgos de la concepción católica del gobierno de los hombres y de la autoridad
podrían servirnos para delinear la figura de Cristo Rey.
La autoridad bien
entendida. No la autoridad despótica, la que gobierna según su propio arbitrio
o, peor, según el arbitrio de la masas. No la autoridad que trata a sus
súbditos como siervos –siervos de su látigo o de sus gendarmes, siervos de sus
propagandas o de sus panes y circo-. No la autoridad demagógica o politiquera.
No la que, para congraciarse con sus electores, da rienda suelta a cualquier
libertinaje o no sabe mantener con energía una línea de conducta. No la autoridad
que, para sostener una falsa paz o no enfrentar problemas, abdica de su honor
innoblemente y, para llenar los estómagos, vacía los corazones y hace bajar las
frentes.
Sino la autoridad
entendida como en los tiempos de Carlomagno y San Luis Rey, San Fernando y San
Wenceslao, San Enrique Emperador e Isabel la Católica. Autoridad subordinada a
la de Dios, autoridad que es servicio, autoridad que es ejemplo, autoridad que
es justicia, autoridad que es prenda de paz y de equidad.
Sublime servicio el de la
autoridad así entendida: guiarnos paternalmente por las buenas – también por
las malas cuando es necesario- hacia el bien común. Buscando el bien de todos y
el bien de cada uno. No solo el bienestar material –que ningún gobernante en
serio puede reducirse a empresario de economía- sino el bien moral y espiritual
de los suyos.
Y es por eso que legisla
no caprichosamente, sino según la ley del buen Dios. Por eso manda y ordena, de
modo que ningún egoísmo privado perjudique el bien de todos ni la dirección
única del destino de la Nación. Para eso juzga y castiga, así la maldad de
los hombres no se desboque como las células del cáncer y corrompa la armonía
social. Para eso educa y guía, señala y corrige, compele y defiende, suple
cuando es necesario la debilidad o impotencia de los miembros.
Porque ninguna autoridad
tiene otra función que la de aunar, según Dios, las partes dispersas de la
sociedad para que, organizadamente, el bien del uno repercuta en el bien de los
demás y todos unidos creemos las condiciones necesarias para que cada uno se
realice como hombre y se encamine finalmente, de la mejor manera posible, a sus
destinos eternos.
Así procediendo, los que
ejercen la autoridad cumplen uno de los servicios más grandes que pueda ningún hombre
prestar a sus hermanos. Servicio exigido naturalmente para la recta marcha de
cualquier sociedad y, por eso mismo, querido y exigido por Dios.
Es en ese sentido que la
Iglesia ha defendido siempre que la autoridad viene Dios. El servicio de la autoridad
no depende de la voluntad de los hombres. No son los gobernados los que delegan
su autoridad en los gobiernos -como afirma el disparate roussoniano legalizado
por la Revolución Francesa-, cuanto mucho ‘designan' a aquel o aquellos que
detentarán la autoridad. Pero la autoridad en si misma proviene del mismo Dios
y no se legaliza por su origen democrático o no, sino por su recto ejercicio.
Autoridad, por tanto,
subordinada a la autoridad suprema del Creador de la sociedad y que debe
ejercerse en dependencia del supremo legislador.
Que la autoridad provenga
de Dios no quiere ni quiso nunca decir que fuera por eso capaz de hacer y
mandar lo que quisiera, sino, muy por el contario, que debía ser utilizada
según los dictados de Dios y en respeto a su Ley. Ningún tirano, ninguna
mayoría, ningún voto unánime, tienen derecho para legislar en contra de la ley
de Dios. Suprema ley; divina ley; ley no arbitraria; ley promulgada para
nuestro bien por el más sabio y bueno de los legisladores. ¿Cómo no va a ser el
seguirla la única garantía de auténtica paz y felicidad de los pueblos?
De allí que la prosperidad
y paz de las naciones no se logrará jamás en las componendas de los políticos
ni en el vaniloquio de los congresos y cámaras de diputados, ni en los tratados
diplomáticos, ni en los hipócritas corredores de la ONU. La única posibilidad
de auténtica paz –paz humana, no la paz del campo de concentración, la de los
esclavos, no la del imbécil que ha reducido su horizonte al alcance de sus
instintos y de la televisión, no la del equilibrio de las armas; sino de la
verdadera y auténtica paz- solo ha de encontrarse en el reinado de Cristo, en
la aceptación de su Ley, en el respeto a sus mandamientos.
Seamos nosotros, católicos
bien conscientes de ello, en momentos en que nuestro destino se cocina con los
artilugios de la politiquería en las antesalas de mitos trasnochados. Ninguna
solución política transitará los caminos de la plena realización nacional fuera
del reconocimiento absoluto y total de la doctrina de la Iglesia y de la
realeza social de Cristo.
A sostener este nuestro
único Caudillo, nos llama hoy la Iglesia, a nuestra conciencia de cristianos y
de argentinos.
Mons- Gustavo Podestá 26/11/1972
Fuente: http://www.catecismo.com.ar/
Visto en: Nacionalismo Católico San Juan Bautista
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