La vanagloria huele a idolatría, ya que idolatra al ego,
lo coloca en el trono de Dios. La vanagloria aparece en la Sagrada
Escritura como uno de los vicios más repugnantes a la par que corrientes de las
personas.
La persona se muestra como un pavorreal, pagada de sí
misma, convencida de que es superior a los demás y sintiendo una estimación
exagerada y absurda de sí misma.
San Pablo dice: el amor no se engríe, no es
presuntuoso. El presumido no sólo se siente superior
a los demás, sino que además lo hace saber a otros que lo es. Cuando San Pablo
escribió su Himno a la caridad (1Cor 13, 1-13) en la comunidad
de Corinto habían surgido camarillas, grupos elitistas que se jactaban de los
carismas que el Señor les había donado. El apóstol, destrozó semejante
arrogancia con el hermoso símil del cuerpo humano (1Cor 12).
El P. Albert Joseph Mary Shamon narra lo siguiente:
Recuerdo a un anciano de Belfast, Irlanda, quien entró a
la sacristía después de una homilía en la que yo mencioné al Titanic. El me dijo: «Yo trabajé en él. Cuando fue botado, todos
nosotros, los católicos irlandeses dijimos que era un barco predestinado a
desaparecer». Yo le pregunté por qué. Él me respondió: «la inscripción sobre el
casco dentro del barco era una blasfemia; una inscripción que temerariamente se
jactaba: ni Dios podría hundir este barco». La historia subsiguiente la
conocemos todos.
Con su magistral agudeza Santo Tomás de Aquino manifiesta
que la vanagloria es la raíz de una serie de defectos que pueden convertirse en
auténticos pecados contra Dios y los prójimos.
Las hijas principales de la vanagloria serían las siete
siguientes:
La jactancia en el hablar, ya que se gloría de su
propia ciencia y goza de escuchar sus razonamientos y hasta el timbre de su
propia voz.
El desordenado afán de novedades con que
pretende continuamente atraer hacia sí el interés y la atención de los demás.
La hipocresía que aparenta buenas obras que no
existen en la realidad, pero que conviene señalarlas para no perder su puesto
relevante ante los demás.
La pertinacia que no quiere rendir nunca su entendimiento ante los demás como si fuera el único o el más genuino poseedor de la verdad.
La discordia que es el aferramiento a su propia
voluntad, lo que impide que sopese el valor de los argumentos de los demás,
pues, lo que le importa es dominar siempre a los otros.
La discusión clamorosa que quiere quedar
siempre triunfante, y, además, no sólo en la intimidad, sino ante un público
que puede admirar su sabiduría excepcional según él. San
Pablo etiquetó a los jactanciosos como bronces ruidosos y címbalos
estruendosos. Como consecuencia ninguna persona inteligente escucha a un
jactancioso.
Y, la desobediencia, porque nunca está dispuesto a
aceptar la humillación del sometimiento, manteniéndose en sus argumentos aunque
sean tan débiles que se caen por su propio peso, sin necesidad de discusión.
La vanagloria nace con la persona humana, es una de las
inevitables herencias de todo mortal. Algunos se
percatan de su existencia y de su peligro, y luchan por desterrarla, pero son
pocos, ya que su perfume gusta a todos.
La vanagloria es una exageración impúdica del propio
valer. Al mismo tiempo que el olvido de que
toda buena cualidad es un don de Dios, que nos lo puede quitar en cualquier
momento. Un ataque cerebral puede ofuscar la más clara inteligencia, una
parálisis no deseada puede destruir la carrera del más brillante atleta. Una
afonía inesperada puede hacer fracasar al más eminente de los cantores. Una
ceguera puede aniquilar el porvenir profesional de un excelente cazador de
fieras.
El sujeto aborrece estas desgracias y sólo cuando llegan,
se da cuenta de que su vanagloria anterior, era una exageración en la
aplicación de los méritos a sus propias habilidades.
Job el bíblico es un magnífico ejemplo. Perdió contra su voluntad las mejores facultades y la salud, despreciado hasta por su propia mujer.
Job el bíblico es un magnífico ejemplo. Perdió contra su voluntad las mejores facultades y la salud, despreciado hasta por su propia mujer.
Pero recuperó todas sus cualidades por una espléndida
donación divina, y sólo entonces se percató de su inutilidad sin Dios.
El amor, por tanto, no se engríe ni presume. El amor es humilde, es modesto, busca agradar solamente a
Dios, como Nuestro Señor mismo lo aconsejó: ora en secreto, ayuna en
secreto, da limosna en secreto (cf. Mt 6, 1-18). Oculta tus
buenas obras, como el mar lo hace con las perlas
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