12 marzo 2013. Juan José Silvestre
Collationes.org
Los textos resaltan la importancia de la relación entre
celebración eucarística y adoración. En palabras de Benedicto XVI: «el culto
del Santísimo Sacramento es como el “ambiente” espiritual dentro del cual la
comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica
sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y
seguida de esta actitud interior de fe y de adoración»[1]. Y esto porque «en la Eucaristía no es
que simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas,
pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el
Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la
adoración»[2].
En este sentido la
actitud de arrodillarse cobra una especial relevancia, ya que «ante Cristo
crucificado todo el cosmos, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodilla (cfr.
Fl 2, 10-11). Él es realmente expresión de la verdadera grandeza de Dios. La
humildad de Dios, el amor hasta la cruz, nos demuestra quién es Dios. Ante él
nos ponemos de rodillas, adorando. Estar de rodillas ya no es expresión de
servidumbre, sino precisamente de la libertad que nos da el amor de Dios, la
alegría de estar redimidos, de unirnos con el cielo y la tierra, con todo el
cosmos, para adorar a Cristo, de estar unidos a Cristo y así ser redimidos»[3].
1. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa Corpus Christi,
Basílica de San Juan de Letrán, 26 de mayo de 2005
En la fiesta del Corpus
Christi la Iglesia revive el misterio del Jueves santo a la luz de la
Resurrección. También el Jueves santo se realiza una procesión eucarística, con
la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús del Cenáculo al monte de los Olivos.
En Israel, la noche de Pascua se celebraba en casa, en la intimidad de la
familia; así, se hacía memoria de la primera Pascua, en Egipto, de la noche en
que la sangre del cordero pascual, asperjada sobre el arquitrabe y sobre las
jambas de las casas, protegía del exterminador. En aquella noche, Jesús sale y
se entrega en las manos del traidor, del exterminador y, precisamente así,
vence la noche, vence las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía,
instituida en el Cenáculo, se realiza en plenitud: Jesús da realmente su cuerpo
y su sangre. Cruzando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo,
verdadero maná, alimento inagotable a lo largo de los siglos. La carne se
convierte en pan de vida.
En la procesión del
Jueves santo la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos: la Iglesia
orante desea vivamente velar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo,
en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la
fiesta del Corpus Christi reanudamos esta procesión, pero con la
alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y va delante de nosotros.
En los relatos de la
Resurrección hay un rasgo común y esencial; los ángeles dicen: el Señor “irá
delante de vosotros a Galilea; allí le veréis” (Mt 28, 7). Reflexionando
en esto con atención, podemos decir que el hecho de que Jesús “vaya delante” implica
una doble dirección. La primera es, como hemos escuchado, Galilea. En Israel,
Galilea era considerada la puerta hacia el mundo de los paganos. Y en realidad,
precisamente en Galilea, en el monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que
les dice: “Id... y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19).
La otra dirección del
“ir delante” del Resucitado aparece en el evangelio de san Juan, en las
palabras de Jesús a Magdalena: “No me toques, que todavía no he subido al
Padre” (Jn 20, 17). Jesús va delante de nosotros hacia el Padre, sube a la
altura de Dios y nos invita a seguirlo. Estas dos direcciones del camino del
Resucitado no se contradicen; ambas indican juntamente el camino del
seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con
Dios; Dios mismo es la casa de muchas moradas (cf. Jn 14, 2 s). Pero
sólo podemos subir a esta morada yendo “a Galilea”, yendo por los caminos del
mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a
los hombres de todos los tiempos.
Por eso el camino de los
Apóstoles se ha extendido hasta los “confines de la tierra” (cf. Hch 1,
6 s); así, san Pedro y san Pablo vinieron hasta Roma, ciudad que por entonces
era el centro del mundo conocido, verdadera “caput mundi”.
La procesión del Jueves
santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el “via crucis”. En cambio, la
procesión del Corpus Christi responde de modo simbólico al mandato
del Resucitado: voy delante de vosotros a Galilea. Id hasta los confines del
mundo, llevad el Evangelio al mundo. Ciertamente, la Eucaristía, para la fe, es
un misterio de intimidad. El Señor instituyó el sacramento en el Cenáculo,
rodeado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y
anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por eso, en la liturgia de la
Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las
palabras: Sancta sanctis, el don santo está destinado a quienes han sido
santificados. De este modo, se respondía a la exhortación de san Pablo a los
Corintios: “Examínese, pues, cada cual, y coma así este pan y beba de este
cáliz” (1 Co 11, 28). Sin embargo, partiendo de esta intimidad, que es don
personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá
de las paredes de nuestras iglesias. En este sacramento el Señor está siempre
en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se
aprecia en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la
figura del pan, por los calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles,
estas casas, nuestra vida diaria, a su bondad. Que nuestras calles sean calles
de Jesús. Que nuestras casas sean casas para él y con él. Que nuestra vida de
cada día esté impregnada de su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos
los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y los ancianos, las
tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una gran
bendición pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición
divina para el mundo. Que su bendición descienda sobre todos nosotros.
En la procesión del Corpus
Christi, como hemos dicho, acompañamos al Resucitado en su camino por el
mundo entero. Precisamente al hacer esto respondemos también a su mandato:
“Tomad, comed... Bebed de ella todos” (Mt 26, 26 s). No se puede “comer”
al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple pedazo de pan.
Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor
vivo. Esta comunión, este acto de “comer”, es realmente un encuentro entre dos
personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel
que es mi Creador y Redentor.
La finalidad de esta
comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi
transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta
comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de
seguir a Aquel que va delante de nosotros. Por tanto, adoración y procesión
forman parte de un único gesto de comunión; responden a su mandato: “Tomad y
comed”.
2. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa en la conclusión del
XXIV Congreso Eucarístico Nacional (Italia), Bari, 29 de mayo de 2005
Este Congreso
eucarístico, que hoy se concluye, ha querido volver a presentar el domingo como
“Pascua semanal”, expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro
de su vida y de su misión. El tema elegido, “Sin el domingo no podemos vivir”,
nos remite al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos,
bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar
la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.
En Abitina, pequeña
localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo
mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía
desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron
llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue
significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul
que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador.
Respondió: “Sine dominico non possumus”; es decir, sin reunirnos en
asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían
las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de
atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la
efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los
recordamos en la gloria de Cristo resucitado.
Sobre la experiencia de
los mártires de Abitina debemos reflexionar también nosotros, cristianos del
siglo XXI. Ni siquiera para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no
existan esas prohibiciones del emperador. Pero, desde un punto de vista
espiritual, el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo
desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la
trascendencia, puede parecer un desierto no menos inhóspito que aquel “inmenso
y terrible” (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada
del libro del Deuteronomio.
En ese desierto, Dios
acudió con el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para
hacerle comprender que “no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive
de todo lo que sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3). En el evangelio de
hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la
nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho:
“Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo
comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58).
El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser
alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo
hacia la tierra prometida del cielo.
Necesitamos este pan
para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es
la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por
tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso
sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical,
alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y
las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así
el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos
recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que
Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma
del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de
Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo;
perderlo equivale a perderse a sí mismo.
El Señor no nos deja solos
en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte
hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el
evangelio, dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en
él” (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado
que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a
discutir y a protestar: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (Jn 6,
52).
En realidad, esta
actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir
que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan
partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en
definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros.
Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa
cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció
en esa circunstancia: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre
y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros” (Jn6, 53). Realmente, tenemos
necesidad de un Dios cercano (...).
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