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LAS HORAS DE LA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Las veinticuatro horas de la Pasión

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Meditaciones Sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
Para acompañar a Nuestro Señor Jesucristo, en cada Hora de su Pasión

Por Luisa Picarretta, hija de la Divina Voluntad. 
(En proceso de Beatificación)



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martes, 16 de abril de 2013

Eucaristía - Adoración - Comunión.

12 marzo 2013. Juan José Silvestre
Collationes.org






Los textos resaltan la importancia de la relación entre celebración eucarística y adoración. En palabras de Benedicto XVI: «el culto del Santísimo Sacramento es como el “ambiente” espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración»[1]. Y esto porque «en la Eucaristía no es que simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración»[2].
      
En este sentido la actitud de arrodillarse cobra una especial relevancia, ya que «ante Cristo crucificado todo el cosmos, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodilla (cfr. Fl 2, 10-11). Él es realmente expresión de la verdadera grandeza de Dios. La humildad de Dios, el amor hasta la cruz, nos demuestra quién es Dios. Ante él nos ponemos de rodillas, adorando. Estar de rodillas ya no es expresión de servidumbre, sino precisamente de la libertad que nos da el amor de Dios, la alegría de estar redimidos, de unirnos con el cielo y la tierra, con todo el cosmos, para adorar a Cristo, de estar unidos a Cristo y así ser redimidos»[3].

1. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa Corpus Christi, Basílica de San Juan de Letrán, 26 de mayo de 2005
      
En la fiesta del Corpus Christi la Iglesia revive el misterio del Jueves santo a la luz de la Resurrección. También el Jueves santo se realiza una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús del Cenáculo al monte de los Olivos. En Israel, la noche de Pascua se celebraba en casa, en la intimidad de la familia; así, se hacía memoria de la primera Pascua, en Egipto, de la noche en que la sangre del cordero pascual, asperjada sobre el arquitrabe y sobre las jambas de las casas, protegía del exterminador. En aquella noche, Jesús sale y se entrega en las manos del traidor, del exterminador y, precisamente así, vence la noche, vence las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, se realiza en plenitud: Jesús da realmente su cuerpo y su sangre. Cruzando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo, verdadero maná, alimento inagotable a lo largo de los siglos. La carne se convierte en pan de vida.
      
En la procesión del Jueves santo la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos: la Iglesia orante desea vivamente velar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y va delante de nosotros.
     
 En los relatos de la Resurrección hay un rasgo común y esencial; los ángeles dicen: el Señor “irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis” (Mt 28, 7). Reflexionando en esto con atención, podemos decir que el hecho de que Jesús “vaya delante” implica una doble dirección. La primera es, como hemos escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada la puerta hacia el mundo de los paganos. Y en realidad, precisamente en Galilea, en el monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que les dice: “Id... y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19).
      
La otra dirección del “ir delante” del Resucitado aparece en el evangelio de san Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: “No me toques, que todavía no he subido al Padre” (Jn 20, 17). Jesús va delante de nosotros hacia el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita a seguirlo. Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen; ambas indican juntamente el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios; Dios mismo es la casa de muchas moradas (cf. Jn 14, 2 s). Pero sólo podemos subir a esta morada yendo “a Galilea”, yendo por los caminos del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos.
      
Por eso el camino de los Apóstoles se ha extendido hasta los “confines de la tierra” (cf. Hch 1, 6 s); así, san Pedro y san Pablo vinieron hasta Roma, ciudad que por entonces era el centro del mundo conocido, verdadera “caput mundi”.
      
La procesión del Jueves santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el “via crucis”. En cambio, la procesión del Corpus Christi responde de modo simbólico al mandato del Resucitado: voy delante de vosotros a Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo. Ciertamente, la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor instituyó el sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por eso, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las palabras: Sancta sanctis, el don santo está destinado a quienes han sido santificados. De este modo, se respondía a la exhortación de san Pablo a los Corintios: “Examínese, pues, cada cual, y coma así este pan y beba de este cáliz” (1 Co 11, 28). Sin embargo, partiendo de esta intimidad, que es don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de las paredes de nuestras iglesias. En este sacramento el Señor está siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se aprecia en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por los calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida diaria, a su bondad. Que nuestras calles sean calles de Jesús. Que nuestras casas sean casas para él y con él. Que nuestra vida de cada día esté impregnada de su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una gran bendición pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. Que su bendición descienda sobre todos nosotros.
      
En la procesión del Corpus Christi, como hemos dicho, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo entero. Precisamente al hacer esto respondemos también a su mandato: “Tomad, comed... Bebed de ella todos” (Mt 26, 26 s). No se puede “comer” al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple pedazo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de “comer”, es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor.
      
La finalidad de esta comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que va delante de nosotros. Por tanto, adoración y procesión forman parte de un único gesto de comunión; responden a su mandato: “Tomad y comed”.

2. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa en la conclusión del XXIV Congreso Eucarístico Nacional (Italia), Bari, 29 de mayo de 2005
      
Este Congreso eucarístico, que hoy se concluye, ha querido volver a presentar el domingo como “Pascua semanal”, expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema elegido, “Sin el domingo no podemos vivir”, nos remite al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.
      
En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: “Sine dominico non possumus”; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado.
      
Sobre la experiencia de los mártires de Abitina debemos reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI. Ni siquiera para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no existan esas prohibiciones del emperador. Pero, desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto no menos inhóspito que aquel “inmenso y terrible” (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio.
      
En ese desierto, Dios acudió con el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para hacerle comprender que “no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3). En el evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo.
     
 Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el  precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo.
      
El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52).
      
En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia:Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros” (Jn6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano (...).
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