Fátima, el castigo de Dios y la misericordia
21/05/17 12:03 AM . por Padre J.M Rodríguez de la
Rosa
El que no permanece en Mí, será echado fuera como el sarmiento inútil, y se secará, y lo recogerán, y arderá. Jn. 15, 6.
Queridos hermanos, como un verdadero vendaval se ha
instalado en la Iglesia una extraña misericordia que ha venido a ocultar las
verdades de nuestra fe; como quien planea entrar por la puerta falsa para
arrebatar la verdad vivida durante generaciones, con una autoridad que a unos
atemoriza y retrae, a otros silencia, y a otros entusiasma, esta
misericordia ha venido acompañada de la mano de los pecados del mundo, de forma
tal que al mismo tiempo que alza la bandera misericordiosa alza la
del pecado de la carne; como si la verdadera intención de esta misericordia
asalariada fuera convencer del pecado, pero no para condenarlo sino para bendecirlo.
Esto nos indica que no es el Espíritu Santo quien la anima y promueve, pues de
serlo, la verdadera misericordia condenaría el pecado, llamaría a la conversión
a los pecadores y les alertaría de las consecuencias de poder ir al infierno,
les diría de la gran ofensa que supone el pecado al Creador, de la justicia del
juicio de Dios, de la ira divina por los pecados de los hombres, del poder
intercesor de la Santísima Virgen ante el tribunal de la divina justicia.
Fátima es un testimonio de la infinita Misericordia de Dios.
No hay mayor Misericordia que la de alertar de la fealdad del pecado y de las
consecuencias del infierno; estado eterno de sufrimiento y tormento, que
meditar en él espanta, pero que es necesario hacerlo. La Santísima Virgen, Medianera
e Intercesora, dejó en Fátima la prueba del amor infinito de Dios, y el suyo
propio, deteniendo el brazo de la Justicia de Dios.
Los hechos históricos nos dicen que los niños se asustaron y
pidieron socorro ante la espantosa visión del infierno, y al
levantar la vista hacia la Santísima Virgen vieron su rostro lleno de bondad y
de tristeza, y Ésta les indicó que ese era el lugar -el infierno- donde van los
pobres pecadores, y que la forma para que no fueran y hubiera paz en la tierra
era la devoción a su Inmaculado Corazón. De forma explícita les dijo a los
videntes que si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI
comenzará otra peor [guerra]. Cuando viereis una noche iluminada con una
luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de va a
castigar al mundo por sus crímenes, mediante la guerra, el hambre y la
persecución a la Iglesia y al Santo Padre.
Los pecados de los hombres merecen el castigo de Dios, la
guerra mundial que sobrevino tras el incumplimiento del mensaje fue ese
castigo, la Santísima Virgen lo dijo; vino a prevernos del castigo. Dios
Todopoderoso en su infinita Misericordia nos envió a la Reina de Cielos y
tierra como Medianera e Intercesora para alertarnos de las consecuencias
gravísimas del pecado, de las consecuencias para la persona de forma individual
y para el mundo en general. Bien puede decirnos la Santísima Virgen: Vine
para recordaros lo que puede ocurrir si seguís pecando y aun así rechazáis la
salvación.
Los pecadores desprecian la misericordia de Dios al
empecinarse en su pecado y no arrepentirse. La Santísima Virgen empleó las
palabras: pobres pecadores. Me atrevo a aventurar que en esta frase está
el lamento y tristeza de saber que muchos despreciaron el infierno porque
quienes tenían que alertarles de las consecuencias de sus pecados no lo
hicieron; pobres pecadores, que ya para toda la eternidad sufrirán el
tormento atroz de las consecuencias de su ofensa a Dios; toda una eternidad de
penar, sufrir, maldecir, odiar; toda una eternidad sin esperanza de vida; toda
una eternidad de gemidos de dolor, desesperación, rabia, de muerte sin morir;
toda una eternidad cara a cara con el ejército infernal.
Los decretos de Dios son eternos e inmutables, y no revoca
la sentencia definitivamente dada, no libra del infierno quien una vez a
entrado en él. En el infierno no hay redención de cautivos, ni
rescate de presos, por cuanto la Sangre de nuestro Señor Jesucristo no pasa a
ese lúgubre lugar. Pues si en el Calvario estaba fresca no sacó del infierno a
ningún condenado, tampoco lo librará ahora.
La infinita majestad de Dios no tiene necesidad de sus
criaturas, pero nos creó a su imagen y semejanza, no para que viviésemos según
nuestra propia conveniencia y gusto, sino para que le alabásemos,
reverenciásemos y amasemos en esta vida mortal; pero aún más, nos elevó a un
fin superior, el de verle claramente y gozarle, y ser bienaventurado como los
son los ángeles y como lo es el mismo Dios, conforme a lo que dice San
Juan (1 Jn. 3, 2): Seremos en la gloria semejantes a Dios, porque le
veremos tal cual es.
Este fin se puede perder, pues no hay mayor pérdida que
perder el alma, la divina gracia, perder la bienaventuranza, con la cual anda
junta la eterna condenación y la pérdida del mismo Dios. Pues, ¿qué me
aprovechará ganar el mundo si pierdo mi alma (Mt. 16, 26) y pierdo a Dios
en cuya comparación el mundo es nada? A esto se arriesgan los pecadores
empedernidos, a este fin de la pérdida de Dios se encaminan en su vida en la
tierra. ¿Y nadie le advierte?
El pecado es un acto de ingratitud para quien nos creó para
tan alto fin; es la ceguera de de quien anda en la ignorancia más
espantosa, o en la dureza más terrible de corazón. Todo un Dios capaz de
elevar a tan alto fin a su criatura, ¿no merece por nuestra parte servirle con
todo amor y fidelidad? No puede quedar sin respuesta divina la actuación del
hombre; no pueden ser indiferentes nuestros actos; tenemos un fin para el que
hemos sido creados, y este fin se puede conseguir o malograr. Esta es la disyuntiva
del hombre.
La Justicia divina sentencia según el corazón del hombre,
pues sólo Dios conoce lo que hay en él; sólo Dios conoce la verdadera intención
de nuestras acciones; todo cuánto hagamos o digamos quedará al descubierto en
el tribunal de la divina justicia; porque hemos da acudir a él, y no hay nada
mejor que la Misericordia de Dios para prepararnos para el divino tribunal. Es
necesaria la Justicia de Dios, nuestra libertad ha de ser enjuiciada porque la
santidad de Dios lo exige; exige que el orden perfecto con que todo fue creado
mantenga ese orden sin que sea distorsionado por el pecado; desobedecer el fin
con el que hombre ha sido creado por Dios contraviene la perfección de todo lo
creado, afea la belleza de lo creado y de la criatura, y es necesario
restablecer esa belleza y santidad. La misma existencia del infierno es
consecuencia de la santidad de Dios, que purifica todo lo creado y lo
santifica con su Juicio inescrutable, santo e inapelable. El pecador
empedernido, que se niega a reconciliarse con Dios, el que permanece en su
pecado, sufrirá las consecuencias de la santidad de Dios que exige la
separación de esta alma de su presencia; la fealdad del pecado no tiene cabida
en Dios. La Misericordia de Dios, nos lo mostró en Fátima, alerta y previene de
las consecuencias del Juicio. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se
arrepienta y viva eternamente.
Si el pecador no se arrepiente, la Justicia sentenciará lo
que la Misericordia no quiere, la condena del pecador.
Hace 100 años en Fátima la Santísima Virgen vino a
avisarnos, y lo vuelve a hacer ahora.
¡Oh Creador mío, que nunca te ofenda pecando! Perdona. Señor, mis muchos errores y ayúdame a salir de ellos para que enderece el resto de mi vida conforme al fin para el que me has creado.
Ave María Purísima.
Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
No se admiten comentarios que sean descalificativos e irrespetuosos. Estos mensajes serán eliminados o sujetos a moderación.