LA ENTRADA DE JESÚS EN JERUSALÉN
La entrada mesiánica en Jerusalén
Mc. 11. 1-10 Lc. 19. 28-38 Jn. 12. 12-15
21- 1 Cuando se acercaron a Jerusalén y llegaron a Betfagé, al monte de los Olivos, Jesús envió a dos discípulos, 2 diciéndoles: «Vayan al pueblo que está enfrente, e inmediatamente encontrarán un asna atada, junto con su cría. Desátenla y tráiganmelos. 3 Y si alguien les dice algo, respondan: “El Señor los necesita y los va a devolver en seguida”». 4 Esto sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta:
5. Digan a la hija de Sión:
Mira que tu rey viene hacia ti,
humilde y montado sobre un asna,
sobre la cría de un animal de carga.
6 Los discípulos fueron e hicieron lo que Jesús les había mandado; 7 trajeron el asna y su cría, pusieron sus mantos sobre ellos y Jesús se montó. 8 Entonces la mayor parte de la gente comenzó a extender sus mantos sobre el camino, y otros cortaban ramas de los árboles y lo cubrían con ellas. 9 La multitud que iba delante de Jesús y la que lo seguía gritaba:
«¡Hosana al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Hosana en las alturas!».
10 Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, y preguntaban: «¿Quién es este?». 11 Y la gente respondía: «Es Jesús, el profeta de Nazaret en Galilea».
Fragmento de la entrada de Jesús en Jerusalén, del libro: "Preparación para la Pasión" uno de los 11 Tomos de: "Los Evangelios como me fueron revelados", revelados por Jesús a María Valtorta.
-Esa es la Corrupción. Entramos en Jerusalén. Entramos en ella. Y sólo el Altísimo sabe cómo quisiera santificarla llevando a ella la Santidad que viene de los Cielos. Santificar de nuevo, a esta que debería ser la Ciudad santa. Pero no podré hacerle nada. Corrompida está y corrompida se queda. Y los ríos de santidad que brotan del Templo vivo, y que más aún brotarán dentro de pocos días hasta dejarlo vacío de vida, no serán suficientes para redimirla. Vendrá al Santo la Samaria y el mundo pagano. Sobre los templos falsos se alzarán los templos del Dios verdadero. Los corazones de los gentiles adorarán al Cristo. Pero este pueblo, esta ciudad le será siempre adversa y su odio la llevará al mayor de los pecados. Ello debe suceder.
¡Pero, ay de aquellos que sean instrumentos de este delito! ¡Ay de ellos!...
Jesús mira fijamente a Judas, que está casi enfrente de Él.
-Eso a nosotros no nos sucederá nunca. Somos tus apóstoles y creemos en ti, dispuestos a morir por ti.
Lloro, amigos, porque tengo corazón de hombre y las ruinas de la patria le sacan lágrimas. Pero es justo que esto se cumpla, porque la corrupción supera entre estas murallas todo límite y atrae el castigo de Dios. ¡Ay de los ciudadanos que sean causa del mal de la patria! ¡Ay de los dirigentes, que son la causa principal de ello! ¡Ay de aquellos que deberían ser santos para conducir a los demás a la honestidad, y que, al contrario, profanan la Casa de su ministerio y se profanan a sí mismos! Venid. De nada servirá mi acción. Pero ¡hagamos que la Luz resplandezca una vez más en las Tinieblas!
-La escena narrada por Lucas parece sin conexión, casi ilógica. ¿Lamento las desdichas de una ciudad culpable y no tengo conmiseración de sus hábitos? No, no tengo, no puedo tener conmiseración de ellos, porque son precisamente estos hábitos los que engendran las desdichas; y verlos agudiza mi dolor. Mi ira contra los profanadores del Templo es la lógica consecuencia de mi meditación sobre las ya cercanas desdichas de Jerusalén.
Los castigos del Cielo están siempre provocados por las profanaciones del culto de Dios y de la Ley de Dios. Haciendo de la Casa de Dios una cueva de ladrones, aquellos sacerdotes indignos y aquellos indignos creyentes (de nombre sólo) atraían para todo el pueblo maldición y muerte. Es inútil dar uno u otro nombre al mal que hace sufrir a un pueblo; buscad su justo nombre en esto: "Castigo por una vida de animales". Dios se retira y el Mal avanza. Éste es el fruto de una vida nacional indigna delnombre de cristiana.
En el marco de la puerta, abierta de par en par, se apiñan muchas caras (y detrás se ven todavía más). Gente que choca, que se apretuja, que quiere abrirse paso... Algún grito de mujer, algún llanto de niño atrapado en medio del gentío, y gritos de saludo y exclamaciones festivas:
-¡Dichoso este día que te trae de nuevo a nosotros! ¡La paz a ti, Señor! Bien vuelves, Maestro, a premiar nuestra fidelidad.
La gente, bien o mal, obedece. Y se abre un poco de camino. Lo suficiente como para que Jesús pueda salir y montar en el pollino (porque Jesús señala como cabalgadura para Él el pollino que hasta ahora nunca ha sido montado). Entonces, unos ricos peregrinos comprimidos entre el gentío extienden sobre la grupa del animal sus suntuosos mantos, y uno de ellos hinca una rodilla en tierra mientras con la otra hace de escalón para el Señor, que se sienta en la grupa del pollino de asna. El viaje empieza. Pedro va a un lado del Maestro e Isaac al otro, teniendo las bridas del animal, que aunque no esté domado camina tranquilo, como si estuviera acostumbrado a ese oficio, sin inquietarse o asustarse de las flores que a menudo - dado que las arrojan hacia Jesús- le dan al animalito en los ojos o en el blando morro; ni tampoco de las ramas de olivo y de las hojas de palma que la gente agita delante y alrededor de él, arrojadas al suelo para que hagan de alfombra junto con las flores; ni de los gritos, cada vez más fuertes, de: «¡Hosanna, Hijo de David!» que se elevan al cielo sereno mientras la muchedumbre se va adensando cada vez más y aumenta por otros que han llegado nuevos.
Pasar por Betfagé, por entre las callejuelas estrechas y tortuosas no es cosa fácil. Las madres deben coger en brazos a los niños, y los hombres deben proteger de golpes demasiado violentos a las mujeres. Y algún padre monta a su hijito a caballo de sus hombros y lo lleva así alto, más alto que la gente, mientras las vocecitas de los niños parecen balidos de corderos o chillidos de golondrinas y sus manitas echan las flores y hojas de olivo que les dan sus madres, y también besos, al manso Jesús...
Los soldados que están de guardia en la puerta salen a ver qué sucede. Pero como no se trata de una sedición, apoyados en sus lanzas se hacen a un lado y observan admirados o irónicos el extraño cortejo de ese Rey que cabalga un pollino de asna, hermoso Él como un dios, humilde como el más pobre de los hombres, manso, bendecidor... rodeado de mujeres y niños y hombres desarmados que gritan «¡Paz! ¡Paz!»; de este Rey que antes de entrar en la ciudad se detiene un momento a la altura de los sepulcros de Hinnón y de Siloán (creo que refiero bien estos lugares donde he visto milagros de leprosos otras veces), y apoyándose en el único estribo en que descansa su pie -pues está sentado en el asno, no a caballo de él-, se yergue Y abre los brazos mientras eleva su voz en dirección a aquellas laderas horrendas (donde se asoman caras y cuerpos horrorosos mirando hacia Jesús y alzando el grito quejumbroso de los leprosos: «¡Estamos infectados!», para alejar a algunos imprudentes que, con tal de ver a Jesús, subirían incluso a esos corrompidos e infectados rellanos):
-Comprarás alimentos para los leprosos y, con Simón, se los llevarás antes de que anochezca.
-¡Es Jesús!, ¡Jesús, el Maestro de Nazaret de Galilea! ¡El Profeta! ¡El Mesías del Señor! ¡El Prometido! ¡El Santo!
De una casa -sobrepasada su puerta poco antes porque la marcha es lentísima en medio de tanta confusión- sale un grupo de robustos jóvenes llevando en alto recipientes de cobre llenos de carbones encendidos, y de incienso que arde y esparce nubes de humo oloroso. Y otros recogen este gesto y lo repiten, de forma que muchos corren adelante o vuelven hacia atrás, a sus casas, para proveerse de fuego y resinas olorosas para quemarlas en honor del Cristo.
Ver pdf completo:
http://www.reinadelcielo.org/downloads/6preparacion.pdf
http://www.reinadelcielo.org/estructura.asp?intSec=2&intId=130
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Fragmento de la entrada de Jesús en Jerusalén, del libro: "Preparación para la Pasión" uno de los 11 Tomos de: "Los Evangelios como me fueron revelados", revelados por Jesús a María Valtorta.
["...Jesús y los suyos están bajo un
grupo de árboles, a la sombra, sentados. Descansan del camino recorrido. Luego
Jesús se levanta, deja el espacio arbolado
donde estaban sentados y se llega justo hasta el borde del rellano. Su alto
físico -así, erguido y solo, parece todavía más alto-
destaca neto en el vacío que lo rodea. Tiene las manos recogidas sobre el
pecho, sobre el manto azul, y mira serio, serio.
Los apóstoles lo observan. Pero no le
estorban, no moviéndose ni hablando. Deben pensar que se ha separado para orar.
Pero Jesús no está rezando. Primero mira
durante un tiempo largo a la ciudad, mira a todos sus barrios y a todas sus elevaciones y todos sus detalles,
a veces fijando su mirada largamente en éste o aquel punto, otras veces con
menor insistencia; luego se echa a llorar, sin
convulsiones ni ruido. Las lágrimas llenan las órbitas, luego salen y ruedan
por las mejillas y caen...
Lagrimones silenciosos y llenos
de tristeza, como de una persona que sabe que debe llorar solo, sin esperar consuelo
y comprensión de alguien, por un
dolor que no puede ser anulado y que, sin remisión, debe ser sufrido.
El hermano de Juan, por su
posición, es el primero que ve ese llanto y se lo dice a los otros, los cuales,
asombrados, se miran.
-Ninguno de nosotros ha hecho alguna cosa mal
- dice uno.
-Tampoco ha habido insultos de la gente, ni
estaba entre ella ninguno de sus enemigos – dice otro.
-¿Por qué llora entonces? - pregunta el más
anciano de todos.
Pedro y Juan se levantan al mismo tiempo y se
acercan al Maestro. Piensan que lo único que debe hacerse es hacerlesentir que lo quieren y
preguntarle qué le sucede.
-Maestro, ¿estás llorando? - dice Juan
mientras apoya su cabeza rubia en el hombro de Jesús, que le supera en altura todo el cuello y la cabeza. Y
Pedro, poniéndole una mano en la cintura, ciñéndole casi con un abrazo para
arrimarle hacia sí, le dice: -¿Qué te aflige, Jesús?
Dínoslo a nosotros, que te queremos.
Jesús apoya la mejilla en la cabeza rubia de
Juan, y, abriendo los brazos, pasa a su vez el brazo por el hombro de Pedro.
Permanecen en este abrazo los
tres, en una postura de mucho amor. Pero el llanto sigue goteando.
Juan, que siente que desciende entre sus
cabellos, le pregunta de nuevo:
-¿Por qué lloras, Maestro mío? ¿Es que te
hemos adolorado nosotros?
Los otros apóstoles se han añadido al grupo
amoroso y ansiosamente esperan una respuesta.
-No - dice Jesús - No vosotros. Vosotros sois
amigos míos, y la amistad, cuando es sincera, es bálsamo y sonrisa, nunca llanto. Quisiera que
permanecierais siempre en esta amistad conmigo, incluso ahora, que vamos a
entrar en la corrupción que fermenta y que pudre a quien no
tiene decidida voluntad de conservarse honesto.
-¿A dónde vamos, Maestro? ¿No a Jerusalén? La gente ya te ha saludado
con alegría. ¿Quieres defraudarla? ¿Es que vamos a Samaria para algún
prodigio? ¿Justo ahora, que la Pascua está cercana?
Varios al mismo tiempo hacen las preguntas.
Jesús levanta las manos e impone silencio.
Luego, con la derecha, señala a la ciudad. Un gesto amplio, como de unapersona que fuera sembrando
delante de sí. Y dice:
-Esa es la Corrupción. Entramos en Jerusalén. Entramos en ella. Y sólo el Altísimo sabe cómo quisiera santificarla llevando a ella la Santidad que viene de los Cielos. Santificar de nuevo, a esta que debería ser la Ciudad santa. Pero no podré hacerle nada. Corrompida está y corrompida se queda. Y los ríos de santidad que brotan del Templo vivo, y que más aún brotarán dentro de pocos días hasta dejarlo vacío de vida, no serán suficientes para redimirla. Vendrá al Santo la Samaria y el mundo pagano. Sobre los templos falsos se alzarán los templos del Dios verdadero. Los corazones de los gentiles adorarán al Cristo. Pero este pueblo, esta ciudad le será siempre adversa y su odio la llevará al mayor de los pecados. Ello debe suceder.
¡Pero, ay de aquellos que sean instrumentos de este delito! ¡Ay de ellos!...
Jesús mira fijamente a Judas, que está casi enfrente de Él.
-Eso a nosotros no nos sucederá nunca. Somos tus apóstoles y creemos en ti, dispuestos a morir por ti.
Judas miente desvergonzadamente y resiste la
mirada de Jesús sin turbación. Los otros unen a ello sus declaraciones en la misma línea.
Jesús responde a todos, evitando responder a
Judas directamente.
-Quiera el Cielo que así seáis. Pero en
vosotros hay todavía mucha debilidad y la tentación podría haceros semejantes a los que me odian. Orad mucho y
velad mucho por vosotros mismos. Satanás sabe que está para ser derrotado y
quiere vengarse arrebatándoos de mis manos.
Satanás está alrededor de todos nosotros: de mí, para impedirme hacer la
voluntad del Padre y cumplir mi misión; de vosotros,
para reduciros a siervos suyos. Velad. Dentro de esas murallas, Satanás se
apoderará de aquel que no sepa ser fuerte. Aquel
para quien el haber sido elegido será maldición, porque hizo de su elección una
finalidad humana.
Os he elegido para el Reino de
los Cielos y no para el del mundo. Recordad esto. Y tú, ciudad que quieres tu
destrucción, ciudad por la que lloro: que sepas que
tu Cristo ora por tu redención. ¡Ah, si al menos en esta hora que te queda
supieras venir a quien sería tu paz! ¡Sí al menos
comprendieras en esta hora al Amor que pasa por ti, y te despojaras del odio
que te ciega y te enloquece, que te hace cruel
respecto a ti misma y a tu bien! ¡Pero llegará el día en que recordarás esta
hora!
¡Demasiado tarde, entonces para llorar y arrepentirte! El Amor habrá pasado y habrá desaparecido de tus calles. Quedará el Odio que has preferido. Y el Odio se volverá contra ti, contra tus hijos. Porque se tiene lo que se ha querido y el odio se paga con el odio. Y no será, entonces, un odio de fuertes contra inermes, sino odio contra odio, y, por tanto, guerra y muerte. Acorralada por trincheras y soldados, languidecerás antes de ser destruida y verás caer a tus hijos por armas y hambre y a los supervivientes ir como prisioneros, y los verás escarnecidos, y pedirás misericordia, mas no la hallarás porque no has querido conocer tu Salud.
¡Demasiado tarde, entonces para llorar y arrepentirte! El Amor habrá pasado y habrá desaparecido de tus calles. Quedará el Odio que has preferido. Y el Odio se volverá contra ti, contra tus hijos. Porque se tiene lo que se ha querido y el odio se paga con el odio. Y no será, entonces, un odio de fuertes contra inermes, sino odio contra odio, y, por tanto, guerra y muerte. Acorralada por trincheras y soldados, languidecerás antes de ser destruida y verás caer a tus hijos por armas y hambre y a los supervivientes ir como prisioneros, y los verás escarnecidos, y pedirás misericordia, mas no la hallarás porque no has querido conocer tu Salud.
Lloro, amigos, porque tengo corazón de hombre y las ruinas de la patria le sacan lágrimas. Pero es justo que esto se cumpla, porque la corrupción supera entre estas murallas todo límite y atrae el castigo de Dios. ¡Ay de los ciudadanos que sean causa del mal de la patria! ¡Ay de los dirigentes, que son la causa principal de ello! ¡Ay de aquellos que deberían ser santos para conducir a los demás a la honestidad, y que, al contrario, profanan la Casa de su ministerio y se profanan a sí mismos! Venid. De nada servirá mi acción. Pero ¡hagamos que la Luz resplandezca una vez más en las Tinieblas!
Y Jesús desciende, seguido por los suyos. Va
rápido por el camino, el rostro serio, yo diría: casi enfadado. Y ya no habla.
Entra en una casita que está al
pie del collado. Y ya no veo más.
Dice Jesús (a María Valtorta):
-La escena narrada por Lucas parece sin conexión, casi ilógica. ¿Lamento las desdichas de una ciudad culpable y no tengo conmiseración de sus hábitos? No, no tengo, no puedo tener conmiseración de ellos, porque son precisamente estos hábitos los que engendran las desdichas; y verlos agudiza mi dolor. Mi ira contra los profanadores del Templo es la lógica consecuencia de mi meditación sobre las ya cercanas desdichas de Jerusalén.
Los castigos del Cielo están siempre provocados por las profanaciones del culto de Dios y de la Ley de Dios. Haciendo de la Casa de Dios una cueva de ladrones, aquellos sacerdotes indignos y aquellos indignos creyentes (de nombre sólo) atraían para todo el pueblo maldición y muerte. Es inútil dar uno u otro nombre al mal que hace sufrir a un pueblo; buscad su justo nombre en esto: "Castigo por una vida de animales". Dios se retira y el Mal avanza. Éste es el fruto de una vida nacional indigna delnombre de cristiana.
Como entonces, tampoco ahora, en esta fracción
de siglo (en plena Segunda Guerra Mundial), he dejado de aguijar y llamar; pero, como entonces, lo
único que he obtenido para mí y para los instrumentos por mí usados ha sido
burla, indiferencia y odio. Recuerden, no obstante,
las personas en particular y las naciones, recuerden que inútilmente lloran
cuando antes no quisieron conocer su salvación.
Inútilmente me invocan cuando en la hora en que me hallaba con ellos me
expulsaron con una guerra sacrílega que, partiendo
de las conciencias particulares, devotas del Mal, se extendió por toda la
Nación. Las Patrias no se salvan tanto con las armas,
cuanto con una forma de vida que atraiga las protecciones del Cielo.
Casi no ha tenido tiempo Jesús (continúa la
narración María Valtorta) de entrar en la casa bendiciendo a los que en ella moran, y ya se oye el sonido
alegre de cascabeles y voces festivas. Un instante después, la cara enjuta y
pálida de Isaac aparece en la abertura de la puerta y el
fiel pastor entra y se postra ante su Señor Jesús.
En el marco de la puerta, abierta de par en par, se apiñan muchas caras (y detrás se ven todavía más). Gente que choca, que se apretuja, que quiere abrirse paso... Algún grito de mujer, algún llanto de niño atrapado en medio del gentío, y gritos de saludo y exclamaciones festivas:
-¡Dichoso este día que te trae de nuevo a nosotros! ¡La paz a ti, Señor! Bien vuelves, Maestro, a premiar nuestra fidelidad.
Jesús se pone en pie y hace ademán de hablar.
Todos callan. La voz de Jesús se oye con nitidez. -¡Paz a vosotros! No os apretujéis. Vamos a
subir juntos al Templo. He venido para estar con vosotros. ¡Paz! ¡Paz! No os hagáis daño. ¡Dejad paso, amados
míos! Dejadme salir, y seguidme, porque entraremos juntos en la Ciudad santa.
La gente, bien o mal, obedece. Y se abre un poco de camino. Lo suficiente como para que Jesús pueda salir y montar en el pollino (porque Jesús señala como cabalgadura para Él el pollino que hasta ahora nunca ha sido montado). Entonces, unos ricos peregrinos comprimidos entre el gentío extienden sobre la grupa del animal sus suntuosos mantos, y uno de ellos hinca una rodilla en tierra mientras con la otra hace de escalón para el Señor, que se sienta en la grupa del pollino de asna. El viaje empieza. Pedro va a un lado del Maestro e Isaac al otro, teniendo las bridas del animal, que aunque no esté domado camina tranquilo, como si estuviera acostumbrado a ese oficio, sin inquietarse o asustarse de las flores que a menudo - dado que las arrojan hacia Jesús- le dan al animalito en los ojos o en el blando morro; ni tampoco de las ramas de olivo y de las hojas de palma que la gente agita delante y alrededor de él, arrojadas al suelo para que hagan de alfombra junto con las flores; ni de los gritos, cada vez más fuertes, de: «¡Hosanna, Hijo de David!» que se elevan al cielo sereno mientras la muchedumbre se va adensando cada vez más y aumenta por otros que han llegado nuevos.
Pasar por Betfagé, por entre las callejuelas estrechas y tortuosas no es cosa fácil. Las madres deben coger en brazos a los niños, y los hombres deben proteger de golpes demasiado violentos a las mujeres. Y algún padre monta a su hijito a caballo de sus hombros y lo lleva así alto, más alto que la gente, mientras las vocecitas de los niños parecen balidos de corderos o chillidos de golondrinas y sus manitas echan las flores y hojas de olivo que les dan sus madres, y también besos, al manso Jesús...
Una vez fuera del pequeño arrabal, el cortejo
se ordena y se extiende. Muchos, diligentemente, se adelantan para ir abriendo la marcha liberando el
camino. Otros los siguen, esparciendo ramos en el suelo. Uno tiene la
iniciativa de arrojar su manto como alfombra, y otro y
cuatro y diez y cien y mil lo imitan. La calle presenta en su centro una faja
multicolor de indumentos extendidos en el
suelo. Una vez que Jesús pasa, recogen los indumentos y los llevan más
adelante, con otros, con otros, y más flores, ramos, hojas
de palma, que la gente agita y arroja; y se elevan gritos más fuertes en torno
al Rey de Israel, al Hijo de David, a su Reino, en
torno a Él y en honor de Él.
Los soldados que están de guardia en la puerta salen a ver qué sucede. Pero como no se trata de una sedición, apoyados en sus lanzas se hacen a un lado y observan admirados o irónicos el extraño cortejo de ese Rey que cabalga un pollino de asna, hermoso Él como un dios, humilde como el más pobre de los hombres, manso, bendecidor... rodeado de mujeres y niños y hombres desarmados que gritan «¡Paz! ¡Paz!»; de este Rey que antes de entrar en la ciudad se detiene un momento a la altura de los sepulcros de Hinnón y de Siloán (creo que refiero bien estos lugares donde he visto milagros de leprosos otras veces), y apoyándose en el único estribo en que descansa su pie -pues está sentado en el asno, no a caballo de él-, se yergue Y abre los brazos mientras eleva su voz en dirección a aquellas laderas horrendas (donde se asoman caras y cuerpos horrorosos mirando hacia Jesús y alzando el grito quejumbroso de los leprosos: «¡Estamos infectados!», para alejar a algunos imprudentes que, con tal de ver a Jesús, subirían incluso a esos corrompidos e infectados rellanos):
-¡El que tenga fe en mí que invoque mi Nombre
y reciba por ello la salud! - y bendice para reanudar luego la marcha, ordenando a Judas de Keriot:
-Comprarás alimentos para los leprosos y, con Simón, se los llevarás antes de que anochezca.
Cuando el cortejo entra por debajo de la
bóveda de la puerta de Siloán y luego, como un torrente,
irrumpe dentro de la ciudad, al pasar por el barrio de Ofel -donde todas las
terrazas se han transformado en una pequeña,
aérea plaza colmada de gente jubilosa que arroja a la calle flores y perfumes,
tratando de que caigan sobre el Maestro, y el
aire está saturado del olor de las flores que mueren bajo los pasos de las
turbas y de la esencia que se esparce en el aire antes de
caer al polvo del camino-, al pasar por el barrio de Ofel, el grito de la
multitud parece aumentar y hacerse fuerte como si cada uno
lo gritara con una bocina, porque los espacios abovedados de que está llena
Jerusalén lo amplifican con resonancias
continuas.
Oigo gritar, y creo que quiere decir lo que
escriben los evangelistas:
-¡Salem, Salem melquil! - (o malquit: trato de
representar el sonido de las palabras, pero es difícil porque tienen aspiraciones que nosotros no
tenemos). Es un grito continuo, semejante al bramido de un mar en tempestad en
que antes de que cese el fragor del golpe que
azota playas y escolleras ya otro golpe lo recoge y lo alza de nuevo formando
un nuevo fragor, sin tregua alguna. ¡Estoy
ensordecida...!
Perfumes, olores, gritos, agitación de ramos y
de indumentos, colores, chillidos... Es una visión que aturde.
Veo mezclarse continuamente a la muchedumbre,
aparecer y desaparecer caras conocidas: todos los discípulos de todos los lugares de Palestina,
todos los seguidores... Veo a Jairo, a Yaia -me parece, el jovencito de Pel.la
que era ciego como su madre y al que Jesús curó. Veo a
Joaquín de Bosra y a aquel campesino de la llanura de Sarón con sus hermanos;
veo al anciano y solitario Matías en cuya casa,
de aquel lugar del Jordán (orilla oriental), Jesús se refugió mientras todo
estaba inundado; y a Zaqueo con sus amigos
convertidos; veo al anciano Juan de Nob con casi todos los habitantes de esta
ciudad; veo al marido de Sara de Yuttá... Pero ¿quién
puede llevar la cuenta de caras y nombres, si es un calidoscopio de caras
conocidas y desconocidas, vistas varias veces o una vez
sólo?... Y ahora la cara de1 pastorcito de Enón, y junto a él el discípulo de
Corazín que dejó sepultar a su padre por seguir a Jesús; y,
al lado de él, un instante, al padre y la madre de Benjamín de Cafarnaúm con su
hijito, que por poco si se cae debajo de las
patas del asno por echarse hacia delante y recibir una caricia de Jesús.
Y -por desgracia- caras de fariseos y escribas
(lívidos de ira por este triunfo) que hienden atropelladores el círculo de amor apiñado en torno a Jesús, y
gritan:
-¡Manda callar a estos locos! ¡Hazle entrar en
razón! ¡Los hosannas son sólo para Dios! ¡Di que se callen! A lo cual Jesús responde dulcemente:
-¡Aunque les dijera que se callasen y me
obedecieran, las piedras gritarían los prodigios de Verbo de Dios!
Y es que, en efecto, la gente, además de
gritar: «¡Hosanna, hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna a Él y a su
Reino! ¡Dios está con nosotros! ¡El Emmanuel ha venido! ¡Ha venido el Reino del
Cristo del Señor! ¡Hosanna! ¡Hosanna desde la Tierra hasta lo alto del Cielo!
¡Paz! ¡Paz, mi Rey! ¡Paz y bendición a ti, Rey santo! ¡Paz y gloria en los Cielos y en la
Tierra! ¡Gloria a Dios por su Cristo! ¡Paz a los hombres que lo saben acoger!
¡Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad y
gloria en los Cielos Altísimos porque la hora del Señor ha venido!» (y quien
grita esto último es el grupo compacto de los pastores,
que repiten el grito natalicio); además de estas exclamaciones continuas, la
gente de Palestina narra a los peregrinos de la
Diáspora los milagros que han visto, y, a quienes no saben lo que está
sucediendo -por ser extranjeros, de paso
fortuitamente por la ciudad- y que preguntan: «¿Pero quién es éste?, ¿qué sucede»
- les explican:
-¡Es Jesús!, ¡Jesús, el Maestro de Nazaret de Galilea! ¡El Profeta! ¡El Mesías del Señor! ¡El Prometido! ¡El Santo!
De una casa -sobrepasada su puerta poco antes porque la marcha es lentísima en medio de tanta confusión- sale un grupo de robustos jóvenes llevando en alto recipientes de cobre llenos de carbones encendidos, y de incienso que arde y esparce nubes de humo oloroso. Y otros recogen este gesto y lo repiten, de forma que muchos corren adelante o vuelven hacia atrás, a sus casas, para proveerse de fuego y resinas olorosas para quemarlas en honor del Cristo.
Aparece la casa de
Analía; la terraza, enguirnaldada con vid de hojas nuevas, temblorosas por un
leve viento abrileño;
presenta en el lado de la calle toda una fila de jovencitas
vestidas y veladas de blanco -en cuyo centro está Analía-, con cestos de pétalos de rosas deshojadas y de muguetes, que ya revolean
en el aire.
-¡Las vírgenes de
Israel te saludan, Señor! - dice Juan, que se ha abierto paso y ahora está al
lado de Jesús, atrayendo su atención hacia la guirnalda de pureza que se asoma sonriendo
tras el pretil para sembrar la calle de pétalos rojos como la sangre y muguetes blancos como perlas.
Jesús sujeta un
instante los ramales y para al pollino. Levanta la cara y la mano para bendecir
a esa virginidad, enamorada de Él hasta el punto de renunciar a todo amor
terreno.
Y Analía se echa
hacia delante y grita:
-¡He visto tu
triunfo, Señor! ¡Toma mi vida para tu glorificación universal! - y, mientras
Jesús pasa por debajo de su casa y prosigue, lo saluda con un grito altísimo:
-¡Jesús! Y otro, un grito
distinto, sobrepuja el clamor de la muchedumbre. Pero la gente, a pesar de
oírlo, no se detiene. Es un río de entusiasmo, un río irrefrenable de pueblo en delirio.
Y, mientras las últimas ondas de este río están todavía fuera de las puertas, las primeras ya acometen las subidas que conducen
al Templo.
-¡Ahí está tu Madre!
- grita Pedro señalando a una casa situada casi en la esquina de una calle que
sube al Moria y por la que el cortejo se encanala. Y Jesús alza su cara para
sonreír a su Madre, que está allí arriba entre las mujeres fieles..."]
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