A todos consta que el elemento
teatral-representativo cuenta, y no poco, en la vida toda de la
Iglesia. El ceremonial que se integra a la liturgia, que exige indumentaria y
objetos propios, los gestos del celebrante (genuflexiones, manos en alto, etc.,
todos ricos de un alto valor expresivo), son otros tantos índices de la
teatralidad del culto. La Santa Misa, que ha sido a menudo definida como «drama
sacro en el que se actualiza el misterio de nuestra Redención», señala
suficientemente este carácter; su estrecha dependencia de las ipsissima
verba et gesta Christi de la noche del Jueves Santo, tanto como su
actualización perenne de la tragoedia praetexta del Gólgota, vuelven
a confirmarlo cada vez.
Hay, por lo demás, otras comprobaciones que pueden
hacerse sobre la presencia y eficacia de lo teatral en la actuación terrena de
la Iglesia. Pongamos por caso las formas protocolares, tales como el respeto de
ciertas fórmulas orales y gestuales válidas para diversas circunstancias
(bendición, toma de posesión de un cargo, etc.), el trato que se le debe a un
sacerdote, al obispo, etc. Todo esto conlleva el beneficio -cuando es vivido
con libre y plena conformidad interior- de acrisolar al alma por la humildad.
Desafiar o desdeñar las formas impuestas por el ceremonial es, en efecto, un
claro indicio de soberbia.
Ahí está la
inspiración teatral presente incluso en la arquitectura sacra, como ocurre (por
citar el caso más altamente significativo) en la plaza de la Basílica de San
Pedro. Allí Bernini entendió diseñar una planta que reprodujera el porte mismo
del pontífice, con la basílica en el lugar de la tiara y sus brazos abiertos
hacia la cristiandad, representados por la doble columnata de la plaza oval.
Siempre se trata, como corresponde a gestos y símbolos evocativos de realidades
sobrenaturales, de una asimilación de lo visible a sus ulterioridades últimas.
O, dicho en otras palabras, de la convicción plenamente católica de que la
materia es susceptible de salvación, lo que redunda en la confianza de que la
figura no sólo no empece de suyo a la elevación del espíritu, sino que puede
incluso propiciarla y aun asociarse a sus victorias.
Sabemos que la epidemia modernista que azota a la
Iglesia acaba por impugnar el pasado histórico y tiende a desdeñar los
vestigios sensibles de la fe (llámense éstos arte sacro, ornamentos litúrgicos
o imaginería devota, lo mismo da), del mismo modo que se juzga al orden social
cristiano como a cosa lo bastante perimida como para tomar de él lección para
ofrecer al presente ruinoso de la modernidad. Ese espíritu de impugnación y
desconfianza hacia las intermediaciones, propio del protestantismo, se posesionó
de tal manera de la Iglesia que puede decirse que ésta ya profesa,
prácticamente, una fe anómala, una fe fundada en una aprehensión de las
realidades actuales y las esperadas divergente por principio de la que el
cristianismo histórico conoció. Tanto que, como acierta a decir Amerio, «todo
el concepto de fe se convierte aquí en el de herejía, porque la palabra
divina es asumida sólo en tanto reciba la forma de la persuasión individual»,
sin ese vínculo orgánico de la communio sanctorum. Esto resulta claramente
del renegar de las generaciones de cristianos que nos precedieron.
Esta es la Iglesia que pide perdón al mundo, que se
avergüenza de haber sido como fue. Que, picada de aberrante utopismo, desconoce
«el verdadero sentido de la estrecha unidad del tiempo y la eternidad en el
ámbito de la existencia humana» (Niebuhr). No nos sorprenda, pues, que el valor
auxiliar de esa escenografía a lo divino que supo hacerle fondo a
todas las manifestaciones vitales del Cuerpo Místico resulte vilipendiado por
la misma Jerarquía que debiera proponerlo para provecho de los fieles.
Lo curioso, con todo, es que a esta merma de lo
ostensible, de lo representativo, le subsiga una promoción insospechada de al
menos uno, sí, de los elementos propios del teatro: la actuación. El
pontificado Bergoglio señala claramente el abuso de ésta hasta la extenuación.
Porque si muchos destacaron en su momento la prestancia escénica de Juan Pablo
II, derivándola de la experiencia actoral de su juventud, con Francisco la cosa
toma otro carácter. Ya no se trata sólo de saber desenvolverse ante multitudes,
sobre el tablado: ahora hay que hablar de los travestimentos y metamorfosis más
o menos patentes a quien aún conserve el sentido de la vista, del empeño puesto
en persuadir, en influir de modo casi magnético, ocultando el verdadero rostro.
Del actor (hypokrités), al menos esta cualidad le es común al Papa reinante.
Lo supo señalar ya hace algunos
meses, pese a las elocuentes trazas de «pensamiento débil» típicas de las
izquierdas -pese a confundir en una misma frase los conceptos de evolución
y revolución, y pese a mil otras levedades propias de caletres progres-,
uno de esos curas remanentes del sesenta y ocho que, apresurado por llevar más
lejos la demolición emprendida por Bergoglio, llega a reprocharle a éste, a
propósito del notable cambio del rictus avinagrado de antaño en la sonrisa
inmutable de hogaño, que el tal «es un gesto muy estudiado, toda su gestualidad
lo está. Es una puesta en escena», y que Bergoglio «está lidiando en el mismo
escenario» que las sectas protestantoides. «Es decir, mediáticamente, haciendo
un gran show como las iglesias electrónicas». ¿Hay alguien, acaso, que todavía
no lo haya advertido?
En uno de sus artículos juveniles sobre cine, Borges
ponderaba a una película en particular -no recordamos ahora cuál- como «una de
las mejores que haya dado el cine argentino, es decir, una de las peores del
mundo». Señaladamente, las actuaciones han sido siempre muy deficitarias en
nuestras latitudes: por lo lentas, por lo previsibles, por lo sobreactuadas,
como gusta decirse ahora. Bergoglio reproduce esas malas cualidades y sin
embargo se lo aplaude, lo que da cuenta de una degradación del gusto del público
orbital, que al menos antes pedía un mayor verismo en las tablas.
El drama de la
Iglesia se convierte, a instancias de Francisco, en alegre mojiganga, en
mascarada festiva. Lo suyo, depuesto el enojoso ceremonial y los paramentos
otrora de rigor, ha devenido un unipersonal voluntariamente ascético en
recursos escénicos, desharrapado si se quiere, que podría incluso llevar por
lema el cínico programa que Lope señaló para sus comedias:
... como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.
Pero que, no habiendo nada oculto que no llegue a
descubrirse, deja ver por esas siempre condenadas, mal selladas rendijas,
cuánto toque a la ficción y cuánto a la realidad. Porque ocurre a menudo que, a
expensas de un muy declamado irenismo, se agazapa un Robespierre. Como
bien lo señala por estos días un entonado Cesare Baronio:
tener un Papa que se pone la nariz de payaso ya es bastante.
Alguno pensará que sufre de algún trastorno de la personalidad: explíquenle
quién es el Papa y qué debe hacer, de lo contrario la próxima vez ya nadie le
prestará atención. Quizás es justo esto lo que quieren Scalfari & Co.
A menos que...
A menos que no se trate sino de una máscara: mientras todos
suponen hallarse ante un inofensivo simpaticón, se quita la nariz de clown y
-¡epa!- le reaparece la tiara pontificia en la cabeza, en virtud de la cual
remueve a Burke de la Congregación de los Obispos y manda a paseo al cardenal
Piacenza y se apresura a reformar la liturgia. Porque, no lo olvidemos, puede
incluso bailar el tango y chacotear con los futbolistas, pero sabe muy bien
dónde quiere llegar y, Papa o no Papa, tiene los instrumentos para lograrlo.
Visto en: http://in-exspectatione.blogspot.com.ar
http://nacionalismo-catolico-juan-bautista.blogspot.com.es/
Nacionalismo Católico San Juan Bautista
http://nacionalismo-catolico-juan-bautista.blogspot.com.es/
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